José Barta; martes 29 de julio 2014
El reciente derribo de un avión de pasajeros en el este de Ucrania, con sus 298 ocupantes muertos, puede considerarse un crimen de guerra, afirmó este lunes la alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Navi Pillay. Este grave incidente ha dado una extraordinaria relevancia internacional a un proceso que, mal que bien, se vienen arrastrando desde la caída del Telón de Acero.
Mi postura, sin perjuicio de la calificación criminal que se termine asignando al derribo del Boeing 777 de Malaysia Airlines, es que este drama no puede desviar nuestra atención del origen del problema, si es que realmente queremos encontrar soluciones.
Mi tesis es que la zona en conflicto replica, con menor número de contendientes – si bien más poderosos, ya que conviene recordar que Rusia y Ucrania tienen los dos ejércitos más numerosos de Europa –, la crisis de fronteras sufrida en la antigua Yugoeslavia, como consecuencia de la elevación a rango internacional lo que no dejaban de ser separaciones y conglomerados artificiosos, establecidos por regímenes totalitarios.
En occidente, quizás debido al excesivo influjo de la publicidad, somos muy dados a banalizar la realidad, simplificándola torticeramente, en defensa de intereses no siempre lícitos.
La posible comisión de un “crimen de guerra” supondría la implicación de uno, o varios, criminales de guerra, a los que se deberá localizar, apresar y juzgar; pero lo que no puede suponer es la estigmatización de todo un pueblo, que lucha por la defensa de su identidad étnica y de sus hogares.
En los últimos días se ha llegado incluso a escribir sobre el sufrimiento de Ucrania bajo el yugo de la URSS. ¡Como si Rusia no hubiera sufrido bajo ese mismo régimen! Y es que se tiende a identificar Régimen político con Pueblo, cuando esto jamás, en la práctica, se ha correspondido.
Una prueba de que, desde el principio, los intereses de los revolucionarios comunistas anteponían el triunfo de la Revolución a los intereses de la Nación y del Pueblo ruso, nos la aporta los diversos acuerdos firmados por Lenin durante y tras finalizar la Primera Guerra Mundial.
Las dificultades que en el acceso al poder, por parte de los bolcheviques, iban encontrando, llevó a sus líderes, encabezados por el camarada Lenin, a sentarse a negociar acuerdos de paz, que garantizasen tanto la no dispersión de sus recursos bélicos, entre el frente exterior y la resistencia interior, como a comprometer el apoyo de las grandes potencias – aun cuando este se limitará a la “no intervención y no reconocimiento internacional de sus enemigos” – en su lucha por el poder interno.
Solo así podemos comprender el por qué Lenin estaba dispuesto a renunciar a importantes extensiones de suelo ruso, como se produjo con la firma del Tratado de Brest (3 de marzo 1918): Este tratado se firmó entre el Imperio alemán, Bulgaria, el Imperio austrohúngaro, el Imperio otomano y la Rusia soviética. En el mismo, los Soviéticos, renunciaban a las posesiones rusas en Finlandia, Polonia, Estonia, Livonia, Curlandia, Lituania, Ucrania y Besarabia, que a partir de entonces quedaron bajo el dominio y la explotación económica de los Imperios Centrales. Asimismo, entregaron Ardahan, Kars y Batumi al Imperio otomano.
Obviamente, la derrota de Alemania anuló este acuerdo; pero un año más tarde (1919), según se reseña en el diario del diplomático americano William Bullit, Lenin ofrecía a la delegación americana, ante el temor de un posible apoyo a la “resistencia” interior de Rusia, limitar el Gobierno bolchevique a Moscú, junto a una reducida zona circundante y a la ciudad que se conoció como Leningrado. De esta manera Lenin se mostraba dispuesto a abandonar Bielorrusia occidental, la mitad de Ucrania, todo el Cáucaso, Crimea, toda la región de los Urales, Siberia y Múrmansk, repitiendo con las potencias Aliadas el acuerdo que había firmado anteriormente con Alemania y sus aliados (referencia en Vremia i my, nº 116, pág.: 216).
Esta actitud, por parte de los líderes comunistas, fue rápidamente abandonada al descubrir estos la falta de riesgo real para la revolución bolchevique, dada la pasividad de occidente frente a la misma. Pero la utilización de Rusia como moneda de cambio por poder no acabó, materializándose, en febrero de 1920, en la cesión de Estonia – junto con la población rusa de Ivangorod y Narva, así como algunos “santos lugares” de Pechori e Izborsk -, a cambio del primer reconocimiento internacional. Poco tiempo después, el camarada Lenin, cedió Letonia, también con una muy importante población rusa. (Documentos de política exterior de la URSS, Moscú, 1959, t. III, pág.: 675)
A pesar de estos acontecimiento y otros muchos posteriores, y a pesar de los millones de asesinados y exiliados por el régimen soviético, resulta sorprendente que, a los líderes y ciudadanos de occidente, les pase desapercibido el que entre las primeras víctimas del comunismo soviético se encontró el pueblo ruso, la nación rusa.
Es en este contexto, de no primacía de la identidad rusa en el seno de la política soviética, en el que se puede comprende el por qué, tal como sucedió con la Yugoslavia de Tito, la desintegración de la URSS, acaecida el 12 de junio de 1990, se produjo siguiendo las artificiales fronteras internas trazadas por Lenin, cuya finalidad principal estribaba en el control político y administrativo; con lo que Rusia se vio desgajada de regiones enteras y, de la noche a la mañana, una población de 25 millones de rusos fue abandonada a su suerte, creando la mayor diáspora forzosa de la Historia.
Sorprendentemente, con una ignorancia histórica manifiesta por parte de los principales protagonistas, nadie cuestionó la viabilidad de dichas fronteras, siendo reconocidas de inmediato por parte de la comunidad internacional, dando el primer paso para las distintas crisis que se producirían posteriormente, y convulsionaron y convulsionan Europa.
Como sucedió con la antigua Yugoeslavia, tanto Ucrania como la comunidad internacional (acuerdos de Helsinki), asumieron los frutos de antiguas estrategias de control policiaco, elaboradas por un régimen dictatorial, sin cuestionar lo más mínimo, no ya la estabilidad de las mismas, ni siquiera los derechos de las minorías que quedaban tras ellas.
Cuando los políticos e informadores de occidente hablan de los “rebeldes pro rusos”, realmente están hablando de los pueblos rusos que tratan de mantener sus raíces étnicas.
Solo así se puede comprender el por qué la incorporación de Crimea a Rusia, ha sido un hecho elevado a la categoría de gesta nacional de la historia rusa (en 1954 Krushchov hizo que el Soviét Supremo traspasara Crimea a Ucrania, como “regalo para realzar el 300 aniversario de la unión con Rusia”).
La magnitud de este problema concreto la puede dar la dimensión de la población rusa existente en el actual estado de Ucrania, que se acerca a los 8.000.000 de personas; cerca del 20% de la población total de Ucrania.
Una población étnicamente rusa que se ha visto perseguida sufriendo el acoso en las escuelas que enseñaban en dicha lengua, incluso en los parvularios, como sucedió en Galitzia.
Un conjunto de ciudadanos que ha sido marginado por hablar su lengua natal, el ruso, impidiéndoles el acceso a puestos públicos. En el plano económico, aquellos rusos que no aceptaron la nacionalidad ucraniana – a pesar del acuerdo firmado el 8 de diciembre de 1981 entre Yeltsin (Rusia), Kravchuk (Ucrania) y Shushkievich (Bielorusia), por el que creaban una Comunidad de Estados Independientes -, se vieron presionados en sus trabajos, excluidos de los procesos de privatización de sus antiguas tierras, así como con infinidad de trabas para acceder a sus pensiones de jubilación o a la compra de inmuebles. A pesar de haber nacido y vivido en el mismo entorno tanto ellos como sus padres y sus abuelos.
Con la firma de la mencionada Comunidad, los tres países asumían compromisos en el ámbito monetario (una misma moneda) y en el de defensa común, creando el concepto de fronteras transparentes (máxima permeabilidad) entre ellos, al objeto de respetar la ya mencionada interrelación étnico-sociológica.
Como contrapartida, Rusia se comprometió al suministro de materias primas, principalmente las energéticas, a precios extraordinariamente bonificados.
Cuando, recientemente, Ucrania rompe con estos acuerdos abriéndose a futuros proyectos con los países de la UE, Rusia reacciona exigiendo el pago de la deuda a su favor, así como planteando la recuperación de los precios de gas y petróleo a valor de mercado. Estas medidas fueron vistas por los mandatarios ucranianos como una declaración de guerra económica, enardeciendo a las masas contra Rusia y contra las poblaciones rusas existentes en territorio ucraniano.
De esta manera ya tenemos el caldo de cultivo adecuado para el conflicto que ha terminado por estallar.
Estamos hablando de un trasfondo de defensa de Derechos Humanos de personas de etnia rusa, aun cuando lo ignoren Obama y Navi Pillay.
La actual situación dista de estar normalizada no solo por la beligerancia de los enclaves secesionistas de Donetsk y Lugansk, que no reconocen la soberanía del gobierno de Kiev, sino porque existe una realidad sociológica por la que el 20% de un Estado se siente agredido por el mismo, aproximándose aceleradamente a aquel otro con el que se siente más identificado. Esta situación contradice frontalmente las afirmaciones de Zbigniew Brzezinski, estratega americano de origen polaco y ex consejero de seguridad nacional de Carter, en el Financial Times (11-12-2013), sobre que “en dos décadas se ha ido asentando una identidad nacional ucraniana que la acerca a Europa, sin que esto tenga que significar necesariamente hostilidad hacia Rusia”.
Ucrania no es un país consolidado históricamente. No es casual que su nombre signifique “frontera”.
Cada vez me resulta más inconcebible entender el cómo se adoptan decisiones de carácter estratégico, sin un análisis mínimamente serio del trasfondo histórico de las mismas, así como de los colectivos que se verán afectados. Así se producen los disparates que se producen, en el ámbito de la política de los Estados, o en el mundo de las empresas. Es como conducir un coche por caminos rurales, a toda velocidad, sin un mapa, por rudimentario que este sea.