José Barta; 18 de febrero 2013
Mucho se ha dicho y escrito sobre el dramático problema que tienen aquellas personas que, carentes de ingresos, ven como se cierne sobre ellas los acreedores, en particular las entidades financieras que no solo amenazan con arrebatar la vivienda donde se asienta la vida familiar, sin con ello liberarles del diferencial entre el precio de mercado de dicha vivienda, en el momento actual, y la cantidad prestada sobre dicho inmueble, tras la imprudente sobrevaloración alentada por la propia entidad.
Lamentablemente, los argumentos más empleados en este debate están marcados o por la emotividad o por la codicia, ignorando los principios económicos del mercado y la justicia.
En mi opinión el origen del problema surge como consecuencia de una permanente indefensión de los consumidores en España, frente a la las grandes corporaciones, entre las que se encuentran las entidades financieras, y a las arbitrariedades de las Administraciones Públicas, en un flagrante atentado practico a su libertad teórica como ciudadanos, en especial de los integrantes de la clase media.
La falta de leyes y movimientos asociativos importantes, en defensa de consumidores y contribuyentes, crea fuertes desequilibrios en los mercados, permitiendo estrategias temerarias, con la única justificación de pingues beneficios a corto plazo, cuyos frutos estamos sufriendo.
La burbuja inmobiliaria tuvo numerosos actores, pero uno de sus principales protagonistas fue el desmedido afán que, desde el sector financiero, se desarrolló en la concesión de créditos al sector inmobiliario, hasta el extremo de “forzar” a empresas y particulares a asumir dichos créditos, “influyendo” temerariamente en la espiral de incremento de precios de las tasaciones inmobiliarias, así como en la creación de falsas expectativas respecto a la revalorización de las viviendas.
Esta situación, mantenida hasta el día de hoy, ha hecho – y sigue haciendo – un flaco favor a nuestra economía, sin que la ceguera ideológica o la ignorancia de nuestros gobernantes, haga lo suficiente por corregirlo.
Es por esto que no creo que prospere una regulación generosa en cuanto a la dación en pago. Este Gobierno, como el anterior, se ha mostrado hábil en recortar los colectivos susceptibles de acogerse a las anteriores reformas, exigiendo unos requisitos mínimos tan restrictivos que pocas personas podrán cumplirlos.
En cuanto a lo que algunos manifiestan sobre que la admisión de la dación en pago (retroactiva o no) provocará el encarecimiento de las hipotecas, así como unos criterios más rígidos de valoración de riesgos, con la exclusión de acceso a las mismas de una gran parte de los colectivos que hasta ahora lo lograban, solo se me ocurre calificarlo de ignorancia o de malicia.
Las entidades financieras nunca prestan dinero, si piensan que con ello tendrán un moroso, lo contrario entraría de lleno en el lo que se podría calificar de estrategia fraudulenta, algo que sucedió con las subprime, que se encubrieron como créditos normales.
El aceptar como única garantía la inmobiliaria, por parte de las entidades financieras, presupone que, en caso de incumplimiento por parte del deudor, la garantía será fácilmente realizable, es decir que se podrá recuperar fácilmente la cantidad prestada, junto con los intereses correspondientes y gastos del proceso. Así mismo presupone que la pérdida del moroso, por el embargo de la vivienda, solo desde el mero punto de vista económico – sin entrar en el emocional -, es superior a la deuda viva, por lo que no le compensa dicha opción, e intentará hacer frente como sea a los pagos.
Y finalmente, la dación en pago por deuda hipotecaria, presupone que la entidad evalúa rigurosamente, como siempre han hecho antes del boom, la capacidad real del solicitante del crédito para hacer frente al mismo, en condiciones normales (para las extraordinarias ya están los seguros). En definitiva, se evalúa la solvencia del solicitante para hacer frente a los compromisos financieros que ha de contraer. Su rechazo como cliente resta beneficios a la entidad, por lo que la evaluación del riesgo, por parte de esta, se mueve en un equilibrio entre la posible morosidad, la posible pérdida – por sobrevaloración de la garantía – y el beneficio propio de la actividad. Las entidades financieras viven de esto, por lo que se ven obligados a alcanzar dicho equilibrio, si o si. La que no afine, contemplará como sus competidores – tradicionales o noveles – le arrebatarán cuota de mercado, clientes, beneficios…
En los supuestos de insolvencia relativa – originada por la cantidad comprometida, en el plazo evaluado -, con insuficiencia de garantía, el mejor servicio que se le puede realizar al solicitante del crédito es negárselo.
En mi conocimiento de ambos sectores – financiero e inmobiliario – avanzo que se producirán dos efectos, uno directo y otro indirecto: se financiarán aquellos inmuebles en los que el comprador aporte, con recursos propios, no menos del 20% del precio de compra real o del valor de tasación, de aquel que sea inferior. Esto realmente reducirá el número de operaciones, obligando a los posibles compradores a generar ahorro previamente, así como a negociar los precios a la baja.
El efecto indirecto que se producirá es el de la bajada del precio por metro cuadrado construido de vivienda. Esto será debido a que la caída de compradores (por falta de financiación) a los precios de salida, obligará a ajustar estos, lo cual generará un efecto en cascada hasta llegar al precio del suelo, que es donde se han acumulado las plusvalías exorbitantes tanto en este último boom, como en el anterior (1986-1992)
En definitiva, una regulación más estricta con las consecuencias de los riesgos que asumen las entidades financieras, en el sentido de no permitirlas trasvasar sus posibles pérdidas a los clientes personas físicas, logrará en un plazo medio ayudar a adecuar los precios de las viviendas a la realidad económica de sus usuarios, desvinculándolos de los intereses de la ingeniería financiera.
Claro que quizás esto es lo que no se desea lograr.
En cualquier caso personalmente pienso que la dación en pago no resuelve el problema de fondo que es la falta de ingresos y el desarraigo social.
Desde hace más de cuatro años vengo clamando por una Ley de Insolvencia Familiar.
He visto que Paca Sauquillo, Presidenta del Consejo Estatal de Consumidores y Usuarios, se ha unido a esta reclamación. Creo que, independientemente de las posibles diferencias entre su modelo y el mío, por aquí deben ir los tiros.
Esta ley permitiría valorar caso por caso, para que no se cuele ningún profesional del fraude, al tiempo que buscar y aportar soluciones que contribuyan, no solo a no deber dinero por un piso que ya no se posee, principalmente a superar el bache económico, evitando en lo posible tensiones familiares y sociales.
Al interesado en esta propuesta le remito al último artículo que subí a mi Blog: “Más sobre una propuesta de ley para la insolvencia familiar”