José Barta; miércoles 22 de octubre 2014
Cada vez resulta más difícil reseñar en su totalidad los casos de corrupción aflorados en este país de nuestros dolores, en que se ha convertido España; debido principalmente a que su número parece multiplicarse, sin que se vea claramente cuando se llegará al final.
Estamos sufriendo una corrupción que se ha dado principalmente en aquellos estamentos e instituciones que debieran haber liderado nuestra sociedad en el desarrollo de valores convivenciales, pero que la han liderado con paradigmas que anteponen el lucro personal a cualquier interés, incluidos los de la justicia y la equidad; que han convertido la satisfacción de los caprichos personales, en meta prioritaria de la propia existencia y que se han valido de la mentira, como instrumento idóneo para el logro de los anterior.
Alguien podría decirme que la corrupción no ha estado generalizada, que han sido pocos, si bien notorios, aquellos que se han visto relacionados con ella. Que no es justo calificar a todos los líderes políticos, empresariales, sindicales, etc, bajo el mismo epígrafe de corruptos.
Hasta hace poco tiempo quizás hubiera gozado del privilegio de la duda, pero actualmente tendré que decirle que o miente, o se engaña a sí mismo o ignora la realidad de lo acaecido a lo largo de estos últimos treinta años en España.
Estoy dispuesto a reconocer que quizás no sean muchos los que han obtenido un manifiesto, y desaforado, beneficio económico de este proceso. Pero han sido muchos los que han callado ante actos de arbitrariedad, mirando hacia otro lado, o justificándose en que no podían hacer nada, e incluso participando en los mismos, justificándolo en que debían salvar puestos de trabajo o insoportables problemas económicos. Escudándose finalmente en que las reglas del juego (empresarial, político, etc.) son esas, por lo que resulta inevitable seguirlas para poder llegar a un punto desde el que se puedan cambiar (se supone que a mejor, pero no se suele tener muy claro de quien), e incluso se llegar a defender que lo importante es lograr el éxito para, con los frutos del mismo (económicos, poder político, etc.), acometer buenas acciones. Estos últimos olvidan que el ejemplo que han dado, y los cadáveres de gente honesta a los que han desplazado, jamás podrán ser compensados por ningún tipo de acción bondadosa. El círculo vicioso en el que se embarcan les impedirá deshacer el mal realizado. El archiconocido principio de optar por “mal menor”, tan defendido por la burguesía moral, ha terminado por engendrar el menor de los bienes.
Cada día son más las Sentencias judiciales firmes, por corrupción, apropiación indebida, ocultación de bienes, prevaricación, …si bien no en la medida en que sería de desear; esto es debido, en parte, a la extraordinaria lentitud de nuestra justicia, con un Derecho Procesal arcaico, pensado para tiempos ya demasiado lejanos, sobre el que no se manifiesta ningún interés en reformar; y en parte a la defensa numantina que, los colegas, suelen hacer del corrupto, especialmente si nos movemos en terrenos de partidos políticos o de instituciones.
Supongo que el lector se encuentra informado de una gran parte de los diversos escándalos que se han producido. Créame si le digo que aparecerán bastantes más.
Hubo un tiempo en que, por poner un ejemplo, en Marbella no se podía mover un dedo en urbanismo sin pagar “mediaciones”, y esto era tan conocido por todo el sector inmobiliario en España, como las comisiones que solicitaban algunos de los miembros de la familia Pujol lo era entre el empresariado y la clase política catalana. Desgraciadamente esta es una música, la interpretada por determinados “mediadores”, que se ha repetido por todo el Estado español, tanto a nivel público como privado.
Ningún sector se ha encontrado libre de esta lacra. Y la corrupción no necesariamente se ha producido en procesos bidireccionales entre el sector privado y el sector público.
El sector privado ha sufrido procesos que bien podríamos denominar como corruptos, dado que se ha abusado de posición dominante, tanto frente a competidores, como frente a proveedores, e incluso frente al supuesto rey del mercado: el consumidor. Sectores como los de telecomunicación y financiero son testigos de ello.
El gran drama de este círculo vicioso que hemos vivido, y todavía vivimos con apoyo de parte de la actual legislación, es que aquellos que traban de adoptar comportamientos honestos, con auténticos compromisos éticos, terminaban siendo rechazados por el sistema, o a duras penas lograban sobrevivir y siempre con esfuerzos muy superiores a los que precisaban los “incorporados al sistema”. Esta dinámica ha propiciado toda una trama que va a resultar muy difícil desplazar. Pero, con ser grave, lo peor es el ejemplo dado a los más jóvenes, y por supuesto a no tan jóvenes, ya que – como expuse anteriormente – no pocos políticos, empresarios, líderes sociales, profesores universitarios, etc., inicialmente honestos, se amoldaron a las condiciones ambientales.
Esta última actitud implica, se mire por donde se mire, implicación en la corrupción: en la de los que cobraban y en la de los que pagaban. Y entre estos últimos, la corrupción de aquellos que trataron de justificarla en razones amparadas en un “mar menor”, paradójicamente es la más grave.
Mientras la irregularidad se reconoce como tal, sin paliativos ni justificaciones, lo que está en juego son razones de justicia – que no es poco -, pero la persona es consciente de su mala acción y puede llegar a rectificar su comportamiento; por el contrario, aquel que necesitó justificarse interiormente, no solo transgredió normas legales y éticas, terminó corrompiendo su “conciencia”. Renuncian a una libertad irrenunciable, para justificar un comportamiento injustificable.
He realizado un cálculo económico sobre el coste de la corrupción en España; actualmente valoro en más de 100.000 millones de euros las pérdidas sufridas como consecuencia directa de actos realizados por personas corruptas, o vinculados con procesos marcados por esta condición. Y no incorporo en esta calificación el fraude fiscal, aun cuando una gran parte de los frutos de la corrupción termine defraudando a Hacienda.
Repito que siendo graves estas consecuencias económicas, no son las más graves para el futuro de nuestra sociedad.
Varias generaciones de españoles han recibido, durante años, el mensaje de que lo más rentable, socialmente hablando, es entrar en el juego de la corrupción, aprovechar las ocasiones de beneficiarse personalmente, sin considerar el daño que se pueda producir a los demás, que a estos efectos deben despreciarse.
En esta sociedad no es posible la opción de quedarse al margen dado que, más pronto que tarde, terminamos encontrándonos con la necesidad de tomar partido.
Inevitablemente, aun hoy, en nuestra trayectoria profesional se cruza el vampiro de la corrupción, y nos vemos obligados a tomar partido entre ser uno de ellos, una persona de confianza de los más poderosos (¿qué cree el lector que perseguían las tarjetas negras de Caja Madrid?), alguien con quien se puede contar sin riesgos, o pasar a ser un apestado, alguien cuyos principios son poco prácticos y peligrosos, al que conviene mantener lejos de centros de decisión, aun cuando esto conlleve su ostracismo profesional.
Solo en este contexto podemos explicarnos el fulgurante éxito de Francisco Nicolás G. I.
Es el éxito de un chaval que ha descubierto “los modos” y “temores” que rodean este ambiente de corrupción, y se ha aprovechado de ellos.
Son esos los temores que llevaron al ex Presidente de Baleares, Jaume Matas, a decirle a Jordi Évole, en el programa televisivo Salvados: “A mí me interesó colaborar con el duque de Palma porque era el duque de Palma. No todos somos iguales”
Es la mentalidad corrupta que sabe que quien respeta “el camino” progresa.
Es la mentalidad que llevó a un ciudadano “enterado” a entregar a Francisco Nicolás G. I., un chaval de 19 años en aquel momento, 25.000€ para que algún Organismo Público le comprara a su familia el cigarral que poseen en Toledo, por supuesto por encima del precio de mercado. Una mentalidad que valora las manifestaciones de poder más que el conocimiento profesional y el sentido común.
También es la mentalidad de aquellos ciudadanos de a pié que, cuando se enteran de que alguien encontró un dinero perdido en la calle y buscó al propietario hasta encontrarlo, piensan que es un idiota.
Es la mentalidad de aquellos que cuando observan que un profesional, quizás competidor suyo, no renuncia a sus valores éticos en el desempeño de su actividad, aun cuando pudieran malograr sus objetivos empresariales, le califican de “incompetente”. Y si es un candidato a un puesto de responsabilidad o un posible proveedor prefieren no contratarle, no vaya a ser que les cree algún problema con su honestidad.
Es en definitiva una mentalidad corrompida que se ha enseñoreado de nuestra sociedad
No es de extrañar, en este contexto de corrupción generalizada, que la jueza de instrucción número 24 de Madrid, Mercedes Pérez Barrios, si bien reconoce que “existen motivos bastantes para estimar responsable criminalmente (a Francisco Nicolás G. I.) de los delitos de falsedad y estafa al detenido”, haya decretado libertad provisional sin fianza.
No pasa de ser un fruto más de nuestro tiempo.
El bien de nuestra sociedad exige que asumamos cada uno, a título personal, la responsabilidad que nos corresponda, aprestándonos a la batalla de recuperar en nuestro entorno valores como la sinceridad o veracidad, la solidaridad, la equidad, la justicia,…; recuperando para el mundo profesional y social a todos aquellas personas competentes y honestas, quizá marginadas por serlo, y expulsando de nuestro quehacer diario a los corruptos, conscientes de que solo de esta manera lograremos regenerar la sociedad, defender la libertad de todos, especialmente la de los más débiles, y recuperar los tan machacados principios democráticos.