José Barta; Lunes de Pascua, 21 de abril 2014
Pio Baroja es uno de mis autores modernos preferidos. Lo descubrí siendo muy joven, quizás algo más de lo conveniente, debía contar con diez u once años, y me produjo una profunda huella en el desarrollo de mi rebeldía ante la injusticia social, ante aquellas estructuras económico-sociales que permiten, cuando no alientan, la injusticia sistematizada sobre personas concretas, por el hecho de estar marcadas por una misma condición económica, familiar, profesional, etc., pero todas con la misma condición: la indefensión.
Recuerdo que uno de los textos que más me impresionaron, se encuentra en su novela “La Busca”; el protagonista acude a un centro asistencial, promovido por unas damas piadosas, que atendían a los pobres, proporcionándoles ropa y alimentos, así como charlas “formativas”; la visión sobre esta acción, de los beneficiarios directos y de su entorno, resulta bastante caustica, marcada en gran medida por el “espíritu de la picaresca española”:
“-Pero las marquesas, ¿no notan que la gente vende en seguida lo que ellas dan?
-¡Qué han de notar!
Para los golfos todo aquello no era más que un piadoso entretenimiento de las señoras devotas: hablaban de ellas con amable ironía.
No llegó a durar una hora la lección de doctrina.
Sonó una campana; se abrió la puerta de la verja; se disolvieron y confundieron los grupos; todo el mundo se puso de pie, y comenzaron a marcharse las mujeres con sus sillas, colocadas en equilibrio sobre la cabeza, gritando, empujándose violentamente unas a otras; dos o tres vendedoras pregonaron su mercancía mientras salía aquella muchedumbre de andrajosos apretándose, chillando, como si escaparan de algún peligro. Unas viejas corrían pesadamente por la carretera; otras se ponían a orinar acurrucadas, y todas vociferaban y sentían la necesidad de insultar a las señoras de la Doctrina, como si instintivamente adivinasen lo inútil de un simulacro de caridad, que no remediaba nada. No se oían más que protestas y manifestaciones de odio y desprecio.
-¡Moler! Con las mujeres de Dios…
-Ahora quien que se confiese una.
-Esas tías borrachas.
-¡Anda que confiesen ellas y la maire que las ha parío!
-Que las den morcilla a todas.
Después de las mujeres salían los hombres, los ciegos, los tullidos y los mancos, sin apresurarse, hablando con gravedad.
-¡Pues no quien que me case! -murmuraba un ciego, sarcásticamente, dirigiéndose a un cojo.
-Y tú ¿qué dices? -le preguntaba éste.
-¿Yo? ¡Que naranjas de la China! Que se casen ellas si tien con quien. Vienen aquí amolando con rezos y oraciones. Aquí no hacen falta oraciones, sino jierro, mucho jierro.
-Claro, hombre…, parné, eso es lo que hace falta.
-Y todo lo demás… leñe y jarabe de pico…; porque pa dar consejos toos semos buenos; pero en tocante al manró, ni las gracias.
-Me parece.
Salieron las señoras con sus libros de rezos en la mano; las viejas mendigas las perseguían y las atosigaban con sus peticiones.” [La Busca (Trilogía “La lucha por la vida”), de Pio Baroja. Obras Completas VII, Edición dirigida por José-Carlos Mainer, Círculo de Lectores, Primera Edición, Barcelona 1998. Páginas 108-109]
A mí pasión adolescente se le antojaba de una hipocresía insoportable la actitud de aquellas “señoronas”, que parecían querer justificar sus conciencias con unas escasas monedas y abundantes rezos. Y todo esto me movía a rebelarme contra ellas y contra lo que, a mi parecer, representaban: la caridad cristiana.
Ya comentaba al comienzo de este artículo que estas lecturas quizás me llegaron algo pronto, ya que si bien me fomentaban la rebeldía contra la injusticia, mi falta de formación dificultaba el correcto análisis de sus causas, con la consiguiente ineficacia en la búsqueda de soluciones reales. Ineficacia que lleva a la frustración, y esta fácilmente puede derivar en odio a “los otros”
Con el tiempo fui madurando, aprendiendo la necesidad de comprender las distintas motivaciones que mueven las diferentes conductas, así como a admitir, a priori, la buena voluntad de aquellos cuya actuación pudiera calificarse, a nuestros ojos críticos, de absolutamente banal, e incluso de perniciosa, y con ello presuponer su capacidad para rectificar en sus comportamientos.
Aquellas señoras de negro, que denunciaba con su “acritud realista” Pio Baroja, por inoperantes que pudieran parecer, no dejaban de destinar una parte de su tiempo y de sus recursos materiales (muchos de los cuales terminarían siendo mal vendidos por los “indigentes”, con claro perjuicio para otros “compañeros” de penuria) a unas personas respecto a las que no tenían por qué sentirse responsables. Con estos condicionantes el resultado no podía ser más desalentador.
Que aquellas actuaciones no podían por sí mismas remediar la pobreza material de aquellos menesterosos era más que obvio. Pero ¿resta esto sentido a las mismas?
Independientemente del resultado material previsible, así como de la motivación “trascendente” que las origine, estas acciones adquieren valor en la medida en que se realizan en el contexto de encuentros “personales”, es decir: entre personas con idéntica dignidad, capaces de conocerse, y por ello de reconocerse, favoreciendo la mutua comprensión.
No parece que ese “reconocimiento”, ese “reencuentro” semanal (las damas atendían, a los menesterosos, todos los viernes) se produjese entre personas que se reconocían como iguales, al menos con un carácter generalizado; más bien parecía que no pasaban de ser encuentros entre miembros de distintos colectivos, por lo que en estas relaciones prevalecía el anonimato emocional.
En “Mala Hierba”, segunda obra de la Trilogía citada de Pio Baroja, este narra un nuevo episodio que vive Manuel, el protagonista de la novela, desgarrándonos el corazón con la contemplación de hombres y mujeres a los que se ha arrebatado su dignidad, desde la infancia:
“Dormían todos mezclados, arremolinados en un amontonamiento de harapos y de papeles de periódicos. Algunos hombres buscaban a las mujeres en la semioscuridad y se oían sus gruñidos de placer.
Cerca de Manuel, una mujer con aspecto de idiotismo y de miseria orgánica, sucia y llena de harapos, mecía un niño en los brazos. Era una mendiga aún joven, una pobre criatura vagabunda de esas que recorren los caminos sin rumbo ni dirección, a la gracia de Dios.
Por entre el astroso corpiño mostraba el pecho lacio y negruzco. Uno de los gitanillos se deslizó junto a ella y le agarró el pecho con la mano.
Ella dejó al niño a un lado y se tendió en el suelo…” [Mala Hierba (Trilogía “La lucha por la vida”), de Pio Baroja. Obras Completas VII, Edición dirigida por José-Carlos Mainer, Círculo de Lectores, Primera Edición, Barcelona 1998. Página 357]
El drama de esa “obra de caridad”, realizadas por las “señoronas de negro”, es que no se integraba en el concepto de autentica caridad cristiana, dado que lo primero que necesitaban los receptores de la misma era el reconocimiento de su “dignidad” como personas, algo que les igualaba necesariamente a aquellos que ejercitaban la “caridad”, de tal manera que si estos no eran capaces de percibirles como sus iguales, tampoco podrían com-padecerse con la indigencia ajena, concretada en cada uno de los necesitados, por lo que no podrían llevar a cabo auténticas “obras de caridad”: más que ayudarles les humillan, de ahí sus reacciones de aparente desagradecimiento. En relación con actitudes de este tipo, San Josemaría, con firmeza, reflexiona: ¡Cuántos resentidos hemos fabricado, entre los que están espiritual o materialmente necesitados!(Josemaria Escrivá. Surco, punto 228)
Y es que, como en tantas ocasiones escuché a este Santo, pionero de la santificación del trabajo y de todas las circunstancias de la vida corriente, la actitud realmente cristiana exige identificación con el “otro”:
“(…) Compadecerse, hacer propios los dolores de los demás, es (…) la disposición básica para poner materialmente remedio —si es posible— a esas situaciones (…)” [Ernst Burkhart-Javier López. “Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría: Vol 2. Ediciones Rialp, 2011. Capítulo 6º]
En la crisis que actualmente sufrimos en España han intervenido distintos factores generadores, no todos ellos propios, poniéndose de manifiesto dos realidades: una de carácter universal como es la falsedad de la autorregulación de los mercados, según las tesis capitalistas, dada la tendencia a crearse grupos de presión y de interés, que los desvirtúan en perjuicio de los más débiles; y otro más local como es la ausencia de una estructura económica y empresarial realmente competitiva y diversificada; posteriormente la gestión de la crisis se ha caracterizado por una incompetente intervención de pública, en un inicio para asignar recursos económicos a iniciativas públicas insostenibles, generadoras de escaso empleo y absolutamente cortoplacista (Plan E), y posteriormente para evitar lo que la propia dinámica de los mercados hubiera generado: la quiebra de las entidades financieras insolventes, asignándoles recursos a los que no tenían derecho alguno, en virtud de las leyes de la economía del libre mercado, que a las que se acogieron los responsables políticos para justificarlas.
Pero no nos dejemos engañar, detrás de todas y cada una de las medidas con proyección económica adoptadas aparece un trasfondo, que no es otro que el expuesto en las líneas anteriores, la incapacidad de nuestros dirigentes para “hacer propios los sufrimientos de los demás”, entendiendo por “los demás” todos aquellos que no forman parte de su “clan”, que con estos sí que tienen capacidad de identificarse.
Si en un mero ejercicio literario procediéramos a sustituir, en los textos iniciales, las “señoronas de negro” por nuestros responsables políticos y líderes económicos, y sustituyéramos igualmente los “actos de caridad” por “medidas recomendadas en informes de sabios”, o “impuestas por organismos financieros internacionales”, nos encontraríamos con que – independientemente de la eficiencia de las mismas – se comparte la falta de “encuentro personal” con el otro, de reconocimiento del “otro” como alguien con la misma dignidad que yo; por esto los responsables de adoptar soluciones, a los problemas reales de los más necesitados, son incapaces de com-padecerse de ellos: porque no se reconocen como iguales. Una prueba de esto que afirmo, entre muchas, sería el cómo a pesar de todo lo ocurrido, al día de hoy no se ha legislado sobre la situación de insolvencia personal y familiar, para adecuar la regulación actual a la realidad de las clases medias y medias-bajas, así como a la de los pequeños empresarios, manteniéndose una Ley que solo beneficia a las grandes economías personales y familiares y – tras la última regulación – a las entidades financieras. Por una parte acciones concretas que suponen importantes endeudamientos para la Nación, a favor de entidades financieras concretas, mientras que por la otra solo palabrería inoperante, a favor de los pequeños consumidores y pequeños empresarios, con promesas de mañana haré lo que no hago hoy.
Es quizás por esto mismo el que hoy podemos observar cómo se avaloran instituciones como la familia – tan ignorada y maltratada por nuestros gobernantes -, que se reafirma como el principal entorno en el que el hombre y la mujer pueden adquirir y desarrollar “valores convivenciales” – como la generosidad, la solidaridad, la laboriosidad o la sinceridad -, dado que todos en ella somos iguales, sin que cuente los que “tenemos”, más bien cuanto nos “damos” a los demás, favoreciéndose al más necesitado.
Al tiempo que, en manifiesto contraste, observamos cómo se acrecienta la desconfianza en las instituciones del Estado y en sus gestores, a los que se descubre, salvo contadas excepciones, como malos profesionales, ávidos de aprovecharse, en beneficio propio, de aquellos a los que se supone debieran servir.
Con todo este proceso se está generando una grave separación de intereses, con una profunda perdida de empatía, entre gobernantes – incluidos los representantes sindicales, sean obreros o empresarios, representantes de grandes empresas, propietarios de grandes patrimonios, y todo tipo de miembros de la nueva casta dirigente – y el resto de los miembros de la sociedad, en especial los de la clase media económica, sintiéndose estos últimos defraudados e indefensos ante los continuos actos de insolidaridad y las irregularidades económicas que se descubren realizadas por parte de los primeros.
Los intereses de las grandes corporaciones financieras prevalecen, sistemáticamente, frente a las medidas precisas para solucionar los dramas personales y familiares de los ciudadanos medios, tanto a la hora de legislar como a la de acometer acciones de política económica y fiscal.
Se posterga el interés de las personas en beneficio de las instituciones que debieran estar al servicio de aquellas, justificándose con la inevitabilidad de dichas medidas – algo generalmente falso, desde el actual grado de madurez de la ciencia económica -, por que se respaldan con “dictámenes” de pretendidos “sabios”, así como de instituciones internacionales, que no solo desconocen nuestra realidad, les importa poco la misma ya que sus intereses son otros.
Y es que, repito, la mayoría de nuestros gestores políticos y económicos no ven en sus conciudadanos a personas como ellos, por lo que, incapaces de com-padecerse de los demás, terminan anteponiendo su “verdad estadística” a la realidad social.
No soy utópico, no parto de una “alternativa económica imposible” frente a las adoptadas por nuestros gobernantes. Quizás hubiera sido inevitable un alto desempleo, pero no el triste liderazgo que tenemos frente al resto de los países de la CEOE; también reconozco que era inevitable una cierta pérdida de poder adquisitivo, por parte de toda la sociedad, pero no resulta de recibo la importantísima caída de la renta neta disponible de las clases medias, y medias bajas, como consecuencia de una política de competitividad basada exclusivamente en la caída de salarios; como no resulta comprensible el incremento sufrido de los impuestos indirectos, centrando el de los directos casi exclusivamente en el IRPF; y para colmo de males sin que se haya realizado reforma alguna en el sector Público (salvo la de recortar salarios y despedir contratados, siempre que no sean cargos de designación política), lo que permite que el Déficit Público siga manteniéndose por encima de lo “previsto” por las propias Administraciones, circunstancia esta que aparece como el colmo de la incompetencia. Finalmente no se ha logrado parar el crecimiento de la Deuda Pública, alcanzando un porcentaje que, con nuestra actual estructura Administrativa y empresarial, alarga el endeudamiento a las futuras generaciones, lo cual hubiera sido aceptable si con ello se hubiera evitado el inhumano desempleo que se ha alcanzado, pero no ha sido así, ya que – no me canso de repetirlo – dicho endeudamiento tenía por objeto salvar la responsabilidad de los “responsables políticos y algunos empresarios” del desastre sufrido; no salvar los puestos de trabajo de los ciudadanos de este país. Y encima se nos quiere vender como éxitos de este Gobierno el incremento del turismo – que tiene más que ver con nuestra climatología, nuestro pasado y nuestra cultura, que con sus políticas – y la “aceptación” de nuestros jóvenes como emigrantes en otros países – sin tener en cuenta que, a diferencia de nuestros emigrantes en los años sesenta, estos han sido muy bien preparados, la mayoría cuenta con títulos universitarios, con un extraordinario esfuerzo por parte de la sociedad y de sus familias; esfuerzo que no rendirá fruto en nuestro país, al menos no más fruto que el que ofrece un emigrante nigeriano a su país -, algo que no se si calificarlo de cinismo o de ignorancia, sin descartar ambas posibilidades.
Ante este panorama la sangre – la de aquellos que aun la sentimos corriendo por las venas, es decir de aquellos que seguimos espiritualmente vivos – se altera, entra en ebullición, ya que hemos de contemplar cómo, al tiempo, se produce la impunidad de la mayoría de los principales responsables políticos y económicos de la crisis, que son protegidos sistemáticamente por sus “iguales”- baste para ello recordar la resistencia ejercida por muchos políticos, sindicalistas y empresarios para evitar que salgan a la luz: así lo prueban casos como el de Gerardo Díaz Ferrán, o el de Bárcenas, o el de Juan Lanzas, o el de Antonio Fernández, o tantos otros -, así como con el enriquecimiento desmedido de todos ellos, es algo que clama por su profundo menosprecio a la mayoría de los ciudadanos de este país, en particular a los más desfavorecidos.
Si algo podemos afirmar, sin la menor duda, dada nuestra experiencia histórica, es que estos comportamientos sistematizados producen frustración, degenerando en resentimientos sociales, de incierto pronostico en cuanto a su evolución, dado que nos encontramos en una especie de olla a presión, que podría llegar a estallar .
Solo una persona cegada por su ideología, o su corrupción personal, es incapaz de ver la fractura social que se está produciendo, con la quiebra de la confianza en el Estado y en sus gestores, por parte de la mayoría de la población española. Y lo más terrible es que no se vislumbran alternativas distintas, diferentes, ya que se ha llegado al convencimiento – empírico – de que todos los actuales protagonistas de nuestro quehacer político son iguales, o demasiado parecidos, al menos en cuanto a la desvinculación de fondo del resto de la sociedad, de su incapacidad real de com-padecerse del resto de sus ciudadanos, por encima de sus simulaciones “interesadas”.
La salida de la actual crisis no puede limitarse a la mera superación de los males económicos sufridos, independientemente de los años de sufrimientos que ello conlleve; la salida de la crisis exigirá recuperar los valores convivenciales perdidos, lo que implica necesariamente un profundo cambio “existencial” en la mayoría de nuestros actuales líderes – dada la imposibilidad real de sustituirlos por otros con dichos valores, sin procesos rupturistas, consecuencia de una Constitución fácilmente manipulable por parte de aquellos que tienen el poder -, lo cual se me antoja imposible sin un milagro y sin la previa transformación de una sociedad que, afortunadamente, va vertebrándose cada vez más.
El horizonte que se nos presenta no tiene salidas claras para los sufridos ciudadanos de este país, por lo que respecta a su crecimiento personal, familiar y social, que por cierto son esferas previas a cualquier estructura de Estado.
La ya fallecida filósofa judía Hannah Arendt, de origen alemán y nacionalizada norteamericana, a la que he descubierto hace relativamente poco tiempo y a la que encuentro fascinante, alerta en su obra “Los orígenes del totalitarismo” sobre el riesgo que supone el desarrollo de estrategias de control de los ciudadanos mediante manipulación de la información, así como las pérdidas de control democrático real sobre las instituciones en las que recae el poder del Estado, dado que suele derivar en la deslegitimación de esas instituciones políticas y en la atrofia del consenso deliberativo que es el corazón de la empresa política democrática ¿Les suena todo esto? ¿Les resulta familiar aquello de: “actuamos como lo hacemos porque nos han votado, si no les gusta voten a otro en las próximas elecciones”? Pues Arendt defiende que estas patologías son antesala del totalitarismo.
Luchar por reconducir este proceso exige la aparición y desarrollo de nuevos líderes, independientes de las actuales estructuras de poder, que posean un profundo sentido de la justicia, pero sobre todo capaces de com-padecerse de los más necesitados e indefensos, conscientes de la dignidad que cada persona tiene, por el mero hecho de serlo. Lideres libres de prejuicios ideológicos o de clase social. Líderes que es preciso suscitar en todos los ámbitos de nuestra sociedad (judicial, empresarial, asociativo profesional, vecinal, etc.), este empeño debe ser tarea de todos, comenzando por los más capacitados, o mejor situados. A estas alturas ya nadie puede permanecer neutral, sin asumir graves responsabilidades, nos jugamos mucho.