José Barta; 6 de mayo de 2013
El pasado día 30 de abril, Joschka Fischer, que fue ministro de Relaciones Exteriores y Vicecanciller de Alemania (1998-2005), manifestaba que: “Aunque los mercados mantuvieron la calma, la crisis chipriota dejó al descubierto en toda su magnitud el desastre político causado por la crisis de la eurozona: la Unión Europea se está desintegrando desde el núcleo. En la actualidad, los europeos atraviesan una crisis de confianza respecto de Europa, que no se puede resolver con otra inyección de liquidez por parte del BCE y que, por tanto, es mucho más peligrosa que una recaída de los mercados.”
Y es que los padres de la unidad europea, desde los teóricos Coudenhove-Kalergy (fundador de la Unión Paneuropea, cuya sección en España dirigí desde su fundación hasta 1980) y el Premio Nobel de la Paz Aristide Briand, hasta los artífices del Tratado de Roma, como el que fuera Canciller de Alemania Konrad Adenauer, el político francés, de origen germano-luxemburgués, Robert Schuman y el italiano, de origen tirolés, Alcide De Gasperi, incluido el hombre de negocios y banquero de inversiones francés, Jean Monnet, que fuera el primer jefe de la alta autoridad de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, en el marco del Plan Schuman, todos tenían muy claro que para superar los continuos antagonismos y enfrentamientos sangrientos entre europeos, era preciso desarrollar un marco político que se sostuviera sobre dos premisas principales: un sistema de decisiones basado en el dialogo y el consenso, entre los países integrados en dicho marco, junto con el paulatino desarrollo de una mentalidad europea, que se caracterizara por un mayor conocimiento del pasado común, así como por el refuerzo de los sentimientos y valores comunes, cara al establecimiento de metas sociales y políticas compartidas por todos.
Y es que cualquier estudiante primerizo de sociología política es capaz de comprender que donde no existe un hecho social identitario (con consciencia de unidad, no de uniformidad que parece la única característica de algunos grupos nacionalistas) resulta imposible desarrollar, pacíficamente, un orden político.
Solo cuando las personas son capaces de reconocerse mutuamente, sintiéndose reflejadas en sus conciudadanos, son capaces de proponerse objetivos comunes, y para ello de organizarse en un Estado.
Los últimos años se han caracterizado, por parte de los máximos responsables de la Unión Europea, por desarrollar una acción política basada en un espíritu que es todo lo contrario de lo que establecieron los “padres” de la unidad europea, que hasta el momento es lo que se ha mostrado como más eficaz.
Se ha antepuesto preservar el interés de grandes corporaciones (en su mayoría financieras) en detrimento del de los ciudadanos individuales o agrupados en familias, pequeñas empresas, etc; así mismo se ha aceptado, sin replica intelectual alguna, el modelo de política económica-monetaria adoptado por Alemania para superar su crisis interna, a raíz de la reunificación, sin tener en cuenta que las circunstancias fueron en aquel momento muy distintas a las actuales, a pesar de lo cual Alemania incumplió descaradamente los límites establecidos para el déficit público.
Cuando afirmo que se han antepuesto intereses de parte a los generales de la sociedad no uso de demagogia alguna, todo lo contrario, ya que conviene recordar que los “pobrecitos” acreedores cuyo dinero “se han llevado” los países periféricos, son entidades con carísimos equipos especializados en el análisis de riegos, que mientras obtuvieron beneficio de sus préstamos eran muy felices, pero a los que el riesgo – connatural con la economía de mercado – de perder una buena parte de lo prestado ha “puesto tristes”. Lo que tiene que interpretarse como que “ellos solo juegan para ganar”. Y esto es lo que se ha asumido por la mayoría de los líderes europeos. Los créditos dudosos, o morosos, entre bancos se han acabado traspasando a los Estados. Como tantas veces se ha dicho ¡se han socializado las perdidas!
En el proceso se ha creado un espíritu de confrontación social, dado que a los ciudadanos alemanes – por poner un ejemplo – se les justifica su precariedad en el empleo, sus trabajos basura, sus bajas pensiones (recuérdese el invento de los mini job y sus consecuencias), y tantos otros problemas, en la irresponsabilidad de los “españolitos juerguistas”, no en la incompetencia que, para la gestión social, manifiesta su Gobierno, liderado por Ángela Merkel, una persona educada en el luteranismo más rígido, formada ideológicamente en las juventudes comunistas de la Alemania del Este, y con escasos estudios humanísticos.
Estamos asistiendo a la sustitución del espíritu paneuropeo – fundamento de la unidad europea – por un espíritu pangermánico, algo que puede resultar coherente con la mentalidad de Ángela Merkel, pero que precisa, para triunfar, de la colaboración activa del resto de los actuales gobernantes de los países miembros de la zona euro, y esto es más difícil de explicar. En concreto, nuestros gobernantes, me recuerdan a los afrancesados que en 1808 colaboraron entusiasmados – unos por unas razones más justificables que otros – con el régimen de Napoleón, para someter a su yugo a los ciudadanos españoles, bajo la escusa de hacerles más libres.
El gran drama de Europa no es la profunda crisis económica, cuyos efectos no han terminado de aflorar en su totalidad, nuestro gran drama son unos gobernantes incompetentes para la responsabilidad que se les ha otorgado, que, con una visión puramente cortoplacista, han asumido un autentico comportamiento antisistema, permitiendo la adopción de medidas que traicionan el necesario equilibrio político de los países miembros de la UE, con lo que se están cargando el sentido de muchas de sus instituciones, liquidando, lo más grave de todo, el espíritu fundacional, que ha sido capaz de mantener la paz entre los grandes países europeos durante muchos y fructíferos años.