José Barta; 10 de noviembre de 2012
Un consultor, ya entrado en años, cuya exitosa vida profesional se había caracterizado por su extraordinaria capacidad para acometer numerosos proyectos simultáneamente, fue contratado, por una prestigiosa escuela de negocios, para dar una charla, a un grupo de altos directivos agobiados por sus trabajos, sobre como optimizar el tiempo.
La expectación era muy alta ya que, dando ejemplo del objetivo propuesto, la sesión no duraría más de diez minutos.
Esta condición, tan contraria a las conferencias tradicionales, así como el prestigio alcanzado por el conferenciante, en el ejercicio de rica vida profesional, se apreciaba como una manifestación de la eficiencia de las técnicas que impartiría, algo que los asistentes valoraban extraordinariamente dados los retos que afrontaban a diario, en el ejercicio de responsabilidades que les exigía cada vez más tiempo, junto con un alto espíritu de superación y competitividad.
El casi retirado consultor apareció en el aula con puntualidad británica. Ni un segundo antes, ni un segundo después. Entre sus manos portaba una caja de cartón, de dimensión mediana, que depositó encima de la mesa dispuesta para los conferenciantes. Acto seguido, de la caja, sacó un gran vaso de plástico transparente. Sin solución de continuidad extrajo de la caja varias piedras, del tamaño de las mandarinas, procediendo a introducirlas en el vaso hasta alcanzar el borde del mismo. En ese momento se dirigió al auditorio y les interpeló: Señores, ¿consideran ustedes que se ha llenado el vaso? ¡Sí! Fue la respuesta general.
Nuestro conferenciante procedió sacar de la caja una bolsa con grava menuda que vertió en el gran vaso de plástico. La grava se introdujo en el mismo, introduciéndose por entre las grandes piedras, hasta desbordarse del vaso. Casi media bolsa de gravilla se vació en esta operación. El auditorio se encontraba sorprendido; sorprendido y alertado, por ello cuando nuestro experimentado consultor volvió a interpelarles sobre si estimaban ahora que ya estaba lleno el vaso, la mayoría de los asistentes manifestaron divertidos que posiblemente cabría alguna otra cosa.
No se sintieron defraudados ya que a la grava sucedió una arena finísima, extraída de otra bolsa situada en el interior de la caja. Esta segunda bolsa acabó vaciándose por completo en el vaso.
Ya no esperaron a que se repitiese la pregunta de rigor. Algunas voces se levantaron, entre risas, que estaban seguros de que cabrían más cosas. Nuestro protagonista, sin mediar palabras, vertió en el vaso parte del agua contenida en una botella, que la organización había situado sobre su mesa.
Todos se sentían admirados y divertidos. Sus estructuradas cabezas, acostumbradas a rápidas decisiones, se encontraban prestas a sintetizar la lección.
En apenas cinco minutos la experiencia se había completado. La pregunta parecía obligada: ¿Qué hemos aprendido?
La respuesta fue unánime: ¡por apretada que parezca una agenda siempre hay tiempo para desarrollar alguna actividad más!
¡No! – fue la rotunda respuesta de nuestro avezado consultor–, no es eso lo más importante. Lo que este experimento nos muestra es otra cosa: si no se ponen primero las piedras grandes en el vaso, jamás se conseguirá introducirlas después.
Y continuó ¿cuáles son las grandes piedras de nuestra vida?, aquellas que le dan sentido a la misma: nuestra familia, nuestros amigos, todos aquellos valores que nos hacen mejores personas. Si en nuestra vida no ordenamos nuestro tiempo en función de ellas, las perderemos, y nos perderemos a nosotros mismos.
Entiendo que esta respuesta es válida para cualquier circunstancia de nuestras vidas, pero especialmente para estos momentos en los que la coyuntura actual destroza tantas ilusiones familiares y frustra tantos proyectos profesionales.
Definitivamente, si deseamos ser felices, hemos de priorizar lo verdaderamente importante para nuestras vidas, y desde esa perspectiva acometer el resto de proyectos, y no al revés; solo así seremos realmente eficaces, ya que este equilibrio se transmitirá a los que nos rodean.
Este cuento se inspira en el artículo que Raniero Cantalamessa publica en Análisis Digital