José Barta; 2 de agosto de 2012
En los últimos meses la expresión ¡necesitamos más Europa! se va repitiendo, desde Samarás y Rajoy a Merkel, pasando por el recién llegado Hollande, como si fuera “el bálsamo de fierabrás” que, en su versión económica, resolvería todos los problemas que padecen los países de este entorno geográfico.
No se puede negar rotundidad fonética a la misma (“Wir brauchen mehr Europa”, “Nous avons besoin de plus d’Europe”, “Χρειαζόμαστε περισσότερη Ευρώπη”…), el problema es la ambigüedad de su contenido.
A finales del pasado mes de junio, tras una cena entre el francés Hollande y la alemana Merkel, declararon que “ambos queremos profundizar la unión económica, monetaria y política futura para alcanzar la integración y la solidaridad”.
Posuit plaustrum prius equum (Colocar el carro delante de los caballos)
El proyecto de unión de Europa no es una novedad, los modelos son múltiples, algunos de ellos de extremada crueldad y recientes. Desde la Europa de Carlomagno, al Tratado de Roma, pasando por la Europa de las universidades, la de Napoleón y la del Nacionalsocialismo, podemos clasificar distintos tipos de unión, basados en idearios diversos e incluso dispares.
Desde la perspectiva exclusiva del modelo político resulta difícil encontrar un nexo de unión que justifique el saberse y sentirse europeo, y sin embrago este nexo, si bien cada día más difuminado, sigue existiendo.
En su “Meditación sobre Europa” defiende Ortega y Gasset la tesis de una sociedad europea anterior a las naciones, y por supuesto a los Estados. Esta inicial sociedad europea estaba constituida por las mujeres y los hombres que habitaban el continente, e islas adyacentes, y que participaban de similares conocimientos y valores. La cultura europea no es por ello otra cosa que la forma de expresión de estos conocimientos y valores en la vida comunitaria.
Manifestación clave de esta cultura es la “esperanza”, fruto de la certeza del “sentido” que tiene la propia vida y la de los demás, por encima de cualquier tipo de circunstancia negativa temporal o definitiva. Otra manifestación, clave en la exitosa expansión de la cultura europea, ha sido la certeza de la capacidad que tiene el ser humano para “conocer y gestionar” su entorno y a sí mismo, en unión con los demás.
La cultura europea tiene raíces fáciles de descubrir, por parte de cualquier observador honesto: el sentido de transcendencia que aportan las creencias judío-cristianas, que hace a toda persona sujeto de derechos y deberes, previos a cualquier organización social; el reconocimiento del papel que el uso de la razón tiene, para el progreso personal y social, fruto del pensamiento helenístico, que alienta en favor de la investigación y del progreso, en todos los campos del conocimiento; finalmente la certeza de la importancia del derecho, como instrumento de regulación de las relaciones interpersonales y sociales, en la salvaguarda de todo lo anterior, recibido de la civilización romana.
Desgraciadamente, estos valores comunes no se han correspondido, a lo largo de la historia del continente europeo, con acciones políticas coherentes con los mismos. Independientemente de las agresiones externas, los propios líderes europeos se han movido, en demasiadas ocasiones, por mero afán de poder – u otros intereses – de clan, o por ideologías surgidas en ocasiones del resentimiento o del egoísmo.
Superar esta dramática esquizofrenia es la que mueve a Robert Schuman, a Konrad Adenauer, a Jean Monet, a Alcide De Gasperi, y a otros a poner en marcha los cimientos del Mercado Común europeo.
El propio Robert Schuman, en 1963, manifiesta que “la integración económica (el primer paso dado por los “padres” de la Unión Europea) no se concibe a largo plazo sin integración política”, así como que “Europa, antes de ser una alianza militar o una entidad económica, tendrá que ser una comunidad cultural en el sentido más elevado de la palabra”.
Y es que los fundadores comunitarios tenían muy claro que donde no exista un “hecho” social no será posible un orden político, al menos un orden político duradero.
Compartir valores similares – por parte de los ciudadanos europeos -, proponerse metas sociales comunes, en definitiva tener una misma perspectiva fruto de un pasado común, es esencial para el progreso de la unidad política y económica europea.
Lejos de esto, los líderes comunitarios, prácticamente sin excepción, en los últimos cuarenta años han venido renegando de las raíces que han configurado la cultura de Europa. Y el grave problema que va apareciendo es que resulta imposible renunciar al fundamento de los valores sin perder los mismos, a medio y largo plazo.
Los valores judío cristianos han establecido, en Europa, la base de la igualdad de todos los hombres, independientemente de su raza, religión, nacionalidad, posición económica, e incluso de su estado físico o mental. Esta igualdad, cuyo fundamento moral no está en la procedencia genética de una Eva común, sino en el ser amados por un mismo Dios Creador, es la que impide la justificación ética del sometimiento de los “menos” evolucionados a los “más” evolucionados, de los “pobres” a los “ricos”, de los “menos inteligentes” a los “más inteligentes”, de los “enfermos” a los “sanos”, de los “débiles” a los “fuertes”,… Consecuentemente con la perdida, u ocultación, de las propias raíces descubrimos que cada vez se legisla más en contra de esta igualdad, so capa de “nuevas realidades éticas”.
La unificación política debería seguir avanzando, el problema es que la misma no se logrará meramente a través de pequeños ajustes económicos.
Los líderes europeos deberían reflexionar sobre cuáles deben ser los pasos realmente eficaces a dar; en los últimos meses han tenido más de veinte conferencias, tras las cuales se han emitido cientos de conclusiones. Legiones de economistas han elaborado decenas, cientos, de planes capaces de arreglar Europa. Todo inútil.
Se pide solidaridad entre las naciones, pero no existe solidaridad entre las personas, porque no somos capaces de “reconocernos” unas en otras, y es que cada vez tenemos menos valores en común, aunque hayamos ganado en “multiculturalidad” y en “alianza de civilizaciones”.
En 1979 fui cofundador y primer Secretario General de la Unión Paneuropea en España (UNPAE), cuya matriz internacional fue fundada por Coudenhove-Kalergi en 1946. Preconizaba la unidad política y económica de todos los Estados europeos, desde Polonia a Portugal, “despertando un gran movimiento político que dormita aún en todos los pueblos de Europa: la unidad europea”.
Durante mi permanencia en esta asociación tuve la oportunidad de participar, como invitado de lujo, en las primeras elecciones que se produjeron, por sufragio universal, del Parlamento Europeo, contemplando las distintas expectativas e intereses de las distintas sociedades.
Desde entonces mi percepción de la viabilidad de la unión política europea ha ido empeorando, año tras año. No son suficientes los viajes turísticos, ni las becas Erasmus, para “hermanar” poblaciones.
Con la pérdida de valores Europa pierde su identidad, y sus ciudadanos pierden los nexos espirituales entre sí, subsistiendo meramente los intereses comerciales, hasta que los mismos dejen de ser interesantes, momento al que estamos llegando inexorablemente.
¿Soluciones? Demasiado complejas para una generación, salvo que se produzca una “conversión” a lo Constantino, o como la que produjo la caída del Muro.
Soy consciente de que este análisis no será compartido por políticos ni por “expertos”, pero ya estoy acostumbrado a ello.
En mi defensa diré que yo ya conocía la UE (entonces CCE) cuando la mayoría de ellos no sabían distinguir entre Parlamento y Consejo (no confundir con Comisión).
La verdad es que los sucesivos fracasos debieran hacerles reflexionar sobre la validez del camino emprendido, pero la torpeza se repite a lo largo de la Historia.
Al igual que en la Primera Guerra Mundial, se niegan a ver el fracaso de sus tácticas, o el costo en vidas destrozadas (literalmente por el paro: en Grecia, Portugal, España…). En su lugar consideran, estas vidas arruinadas, como cuota inicial para el éxito final en un gran proyecto.
Si es así, si tengo razón, van a seguir el plan previsto para la crisis, con pequeños ajustes hasta la crisis terminal, que obligará a un cambio de paradigma en la visión que Europa tiene de sí misma.
“El enemigo, sin duda, ha sido severamente afectado tiene pocas reservas en la mano.”
Son palabras del general Haig (Comandante en Jefe de la Fuerza Expedicionaria Británica) el 1 de julio de 1916: el primer día de la Batalla de la Somme.
De los cien mil soldados que atacaron, veinte mil murieron y cuarenta mil resultaron heridos. El optimismo de Haig era infundado; la cifra, al final de la 1ª Guerra Mundial, sería de seiscientas veinticuatro mil bajas entre británicos y franceses.
Pero no acabó aquí todo, del injusto sometimiento económico de las Naciones vencidas (una de ellas fue Alemania) se fraguo el caldo de cultivo social para la Segunda Guerra Mundial.